miércoles, 4 de agosto de 2010

Ya no habrá preocupaciones

A mi alrededor todo era blanco, muy luminoso, más aun que un día de agosto. Me sentía flotar, como si mi peso fuese igual al de una diminuta pluma. Intenté mover los dedos: no me costó nada. Un esfuerzo mínimo hizo que moviese también mi brazo entero. Entonces me di cuenta de que estaba tumbada en el suelo. Me levante. Miré a mi alrededor: nadie. Era como un desierto, pero un desierto muy agradable. La temperatura era perfecta, ni mucho frío ni mucho calor, y corría una ligera brisa que provocaba que mi blusa ondease levemente.
La ausencia de gente no me preocupaba en absoluto, por alguna razón que no lograba entender pero que tampoco me preocupaba. Tampoco sabía qué hacía yo allí, ni como había llegado, pero ese era otro detalle sin importancia. Así que la razón por la que me puse a andar entonces no era otra que el placer de dar un paseo tranquilamente.
A unos pocos metros me encontré con un río. Sus aguas eran completamente transparentes, y podía ver con facilidad a los pececillos que nadaban en ellas. Me senté en la orilla, me quité las sandalias, y metí mis pies en el interior de aquel río. Era una sensación maravillosa.
Tras unos cuantos minutos (o quizás horas, no lo sé) empecé a preguntarme qué hacía allí. No era que me preocupase, y tampoco me asustaba el no saber, pero sentía que yo no merecía algo tan perfecto y temía que pudiese evaporarse en cualquier momento. Intenté recordar qué había pasado antes. En mi cabeza apareció una imagen suelta: una enfermera poniendo una inyección en un brazo envejecido, lleno de arrugas por la edad. En un brazo que identifiqué como mío. Lo comparé con el que podía ver ahora: era completamente distinto, la piel estaba suave, sin una sola arruga. Entonces me miré la cara en el reflejo del río: tampoco era la mía. Bueno, en realidad sí que era la mía; la mía hace cincuenta años.
Entonces vi un pequeño grupo de gente acercarse a mí. Venían tranquilamente, sin prisas. Cuando estuvieron más cerca de mí, pude ver que sonreían y me saludaban. Yo conocía a todos. Al frente del grupo estaba mi hija, junto a su marido y sus dos hijos, mis nietos. Los cuatro habían muerto años atrás, en un accidente de tráfico. ¿Significaba eso que yo también estaba muerta? Si era así, no me importaba. Si esto era la muerte, era mucho mejor de lo que nunca había imaginado. Pude ver también a Ángel, mi marido, sonriéndome. Él había muerto pocos meses atrás. Entonces otro recuerdo, un sonido esta vez, llegó a mi mente. Era un pitido, continuo, sin variaciones, de los que anunciaban la muerte de alguien en un hospital. Mi muerte. Eso confirmaba mis sospechas, pero no me importaba. En ese momento, descubrí que la muerte tiene una mala reputación que no se merece en absoluto.

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