miércoles, 6 de octubre de 2010

Sesión de fotografía

En un viejo estudio de fotografía, heredado de padres a hijos durante varias generaciones, una joven posaba para la sesión de fotos que había pagado.
-Sonría.-pedía cada poco tiempo el fotógrafo, un hombre cercano ya a los cincuenta años. Ella le obedecía, pero sin mucha gana.
-Oiga, ¿y no puede hacerme las fotos sin sonreír?-preguntó en una ocasión. El hombre pareció sorprenderse:
-Claro, pero… ¿por qué? ¿No quiere que se la vea feliz?
-Es igual, siga usted con las fotos.-dijo ella, pues no tenía ganas de explicarle sus motivos a un desconocido. El hombre se encogió de hombros y continuó con su trabajo, repitiendo en varias ocasiones la conocida petición: sonría.

Unos días después de la sesión fotográfica, cuando las fotos estuvieron listas, la joven fue con el álbum a casa de su novio, dispuesta a enseñárselo.
-¿Qué te parece?-interrogó ella, cuando el chico llegó a la última fotografía.
-Sales guapísima, Bea. Como siempre.
-Pero… ¿no crees que salgo demasiado sonriente?
-¿Y qué tiene eso de malo?
-Pues que no es real, Luis. Todas esas sonrisas son fingidas, no son naturales. Y si fingimos nuestras sonrisas, dejan de tener significado. Una sonrisa debe ser como una semilla que crece en nuestro corazón, para después florecer en los labios. Si sale directamente a los labios, es como una flor de plástico.
-Vaya…-suspiró Luis-. Es una buena explicación. La verdad es que visto así… tienes razón.

Desde ese día, Luis intentó poner en práctica el consejo de su novia. Pero se encontró con que no era tan fácil. En numerosas ocasiones, especialmente en el trabajo, se vio en la obligación de mostrar una de esas sonrisas fingidas que cada vez le gustaban menos. En esos momentos, más que nunca, se daba cuenta de que vivía en un mundo lleno de flores de plástico; en un mundo en que las apariencias eran mucho más importantes que los sentimientos.