lunes, 6 de septiembre de 2010

Trayendo la muerte a casa

Agnes estaba harta de su marido. Él pedía, pedía y pedía, pero nunca le daba las gracias, y hacía años que no recibía una mísera muestra de cariño suya; ni una caricia, ni un beso, ni un abrazo. Gilbert sólo sabía tumbarse en el sofá, darle al botón de encendido del televisor, y llamar a su mujer cada cinco minutos por asuntos de “extrema urgencia”, como que se le habían terminado las pipas o que le picaba la espalda. Si no fuera por que hace más de veinte años había prometido ante un sacerdote que estaría con Gilbert hasta que la muerte los separe, se habría ido de esa casa hace tiempo.
Llegó un día en que Agnes decidió que ya no iba a esperar más: si a la muerte no le daba la gana venir, sería ella quien la traería. Compró cianuro por Internet (aunque a sus amigas eso de los ordenadores les pareciera algo complicadísimo, lo cierto es que era realmente fácil) a espaldas de su marido y, cada día, en la comida y en la cena, añadía al plato de su marido un nuevo y mortal ingrediente. Durante el tiempo que el veneno tardó en hacer efecto, a Agnes no le importó darle a Gilbert raciones dobles, incluso triples, de comida. “Mejor”, pensaba ella. “Así actuará más deprisa”.
El día en que le vio amanecer muerto, ni ella misma se creía que su plan hubiese funcionado tan bien. Ahora ya era libre. Antes de llamar al servicio de emergencias (habría quedado muy sospechoso si no lo hubiera hecho), se preparó para meterse en el papel de viuda desconsolada. No tuvo mayor problema en representarlo, siempre había sido buena actriz. Además, tampoco la hicieron demasiadas preguntas: nadie presta mucha atención a un viejo que muere en su casa.

2 comentarios:

  1. Jeje, bueno, quizá podía haber esperado, la verdad es que la muerte tiene muchos rostros...

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  2. basado en hechos reales, no? anda que no hay casos de estos! xD

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